El revolucionario viejo y el
revolucionario moderno se encontraron una tarde marchando en
diferentes direcciones. El sol mostraba la mitad de su ascua por
encima de la lejana sierra; se hundía el rey del día, se hundía
irremisiblemente, y como si tuviera conciencia de su derrota por la
noche, se enrojecía de cólera y escupía sobre la tierra y sobre el
cielo sus más hermosas luces.
Los dos revolucionarios se miraron frente a frente:
el viejo, pálido, desmelenado, el rostro sin tersura como un papel
de estraza arrojado al cesto, cruzado aquí y allá por feas
cicatrices, los huesos denunciando sus filos bajo el raído traje. El
moderno, erguido, lleno de vida, luminoso el rostro por el
presentimiento de la gloria, raído el traje también, pero llevando
con orgullo, como si fuera la bandera de los desheredados, el símbolo
de un pensamiento común, la contraseña de los humildes hechos
soberbios al calor de una grande idea.
—¿Adónde vas?, preguntó el viejo.
—Voy a luchar por mis ideales, dijo el moderno; y
tú, ¿a dónde vas?, preguntó a su vez.
El viejo tosió, escupió colérico el suelo, echó
una mirada al sol, cuya cólera del momento sentía él mismo, y
dijo:
—Yo no voy; yo ya vengo de regreso.
—¿Qué traes?
—Desengaños, dijo el viejo. No vayas a la
revolución: yo también fui a la guerra y ya ves cómo regreso:
triste, viejo, mal trecho de cuerpo y espíritu.
El revolucionario moderno lanzó una mirada que
abarcó el espacio, su frente resplandecía; una gran esperanza
arrancaba del fondo de su ser y se asomaba a su rostro. Dijo al
viejo:
—¿Supiste por qué luchaste?
—Sí: un malvado tenía dominado el país; los
pobres sufríamos la tiranía del Gobierno y la tiranía de los
hombres de dinero. Nuestros mejores hijos eran encerrados en el
cuartel; las familias, desamparadas, se prostituían o pedían
limosna para poder vivir. Nadie podía ver de frente al más bajo
polizonte; la menor queja era considerada como acto de rebeldía. Un
día un buen señor nos dijo a los pobres: “Conciudadanos, para
acabar con el presente estado de cosas, es necesario que haya un
cambio de gobierno; los hombres que están en el Poder son ladrones,
asesinos y opresores. Quitémoslos del Poder, elíjanme Presidente y
todo cambiará”. Así habló el buen señor; en seguida nos dio
armas y nos lanzamos a la lucha. Triunfamos. Los malvados opresores
fueron muertos, y elegimos al hombre que nos dio las armas para que
fuera Presidente, y nos fuimos a trabajar. Después de nuestro
triunfo seguimos trabajando exactamente como antes, como mulos y no
como hombres; nuestras familias siguieron sufriendo escasez; nuestros
mejores hijos continuaron siendo llevados al cuartel; las
contribuciones continuaron siendo cobradas con exactitud por el nuevo
Gobierno y, en vez de disminuir, aumentaban; teníamos que dejar en
las manos de nuestros amos el producto de nuestro trabajo. Alguna vez
que quisimos declararnos en huelga, nos mataron cobardemente. Ya ves
cómo supe por qué luchaba: los gobernantes eran malos y era preciso
cambiarlos por buenos. Y ya ves cómo los que dijeron que iban a ser
buenos, se volvieron tan malos como los que destronamos. No vayas a
la guerra, no vayas. Vas a arriesgar tu vida por encumbrar a un nuevo
amo.
Así habló el revolucionario viejo; el sol se
hundía sin remedio, como si una mano gigantesca le hubiera echado
garra detrás de la montaña. El revolucionario moderno se sonrió, y
repuso:
—¿Compañero: voy a la guerra, pero no como tú
fuiste y fueron los de tu época. Voy a la guerra, no para elevar a
ningún hombre al Poder, sino a emancipar mi clase. Con el auxilio de
este fusil obligaré a nuestros amos a que aflojen la garra y suelten
lo que por miles de años nos han quitado a los pobres. Tú
encomendaste a un hombre que hiciera tu felicidad; yo y mis
compañeros vamos a hacer la felicidad de todos por nuestra propia
cuenta. Tú encomendaste a notables abogados y hombres de ciencia el
trabajo de hacer leyes, y era natural que las hicieran de tal modo
que quedaras cogido por ellas, y, en lugar de ser instrumento de
libertad, fueron instrumento de tiranía y de infamia. Todo tu error
y el de los que, como tú, han luchado, ha sido ése: dar poderes a
un individuo o a un grupo de individuos para que se entreguen a la
tarea de hacer la felicidad de los demás. No, amigo mío; nosotros,
los revolucionarios modernos, no buscamos amparos, ni tutores, ni
fabricantes de ventura. Nosotros vamos a conquistar la libertad y el
bienestar por nosotros mismos, y comenzamos por atacar la raíz de la
tiranía política, y esa raíz es el llamado “derecho de
propiedad”. Vamos a arrebatar de las manos de nuestros amos la
tierra, para entregársela al pueblo. La opresión es un árbol; la
raíz de este árbol es el llamado “derecho de propiedad”; el
tronco, las ramas y las hojas son los polizontes, los soldados, los
funcionarios de todas clases, grandes y pequeños. Pues bien: los
revolucionarios viejos se han entregado a la tarea de derribar ese
árbol en todos los tiempos; lo derriban, y retoña, y crece y se
robustece; se le vuelve a derribar, y vuelve a retoñar, a crecer y a
robustecer. Eso ha sido así porque no han atacado la raíz del árbol
maldito; a todos les ha dado miedo sacarlo de cuajo y echarlo a la
lumbre. Ves pues, viejo amigo mío, que has dado tu sangre sin
provecho. Yo estoy dispuesto a dar la mía porque será en beneficio
de todos mis hermanos de cadena. Yo quemaré el árbol en su
raíz.
Detrás de la montaña azul ardía algo: era el sol, que ya se había hundido, herido tal vez por la mano gigantesca que lo atraía al abismo, pues el cielo estaba rojo como si hubiera sido teñido por la sangre del astro.
Detrás de la montaña azul ardía algo: era el sol, que ya se había hundido, herido tal vez por la mano gigantesca que lo atraía al abismo, pues el cielo estaba rojo como si hubiera sido teñido por la sangre del astro.
El revolucionario viejo suspiró y dijo:
—Como el sol, yo también voy a mi ocaso. Y
desapareció en las sombras.
El revolucionario moderno continuó su marcha hacia
donde luchaban sus hermanos por los ideales nuevos.
de Ricardo Flores Magón
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